Qatar 2022 es levantarte una mañana del 22 de noviembre y pegarte un sopapo como el que te daba tu vieja cuando te mandabas alguna macana grosa. 

Qatar 2022 es volver a recordar las silletas rojas de Coca Cola en las que mi viejo se hundía en los partidos de Italia 90. Una especie de cuna donde los adultos volvemos a un estado primigenio. Es que eso nos hace el fútbol. Nos transforma en niños grandes.

Qatar 2022 nos conduce a la última función del Diego. Al Olimpo de ese ángulo griego en Boston, donde pintó su última obra tan exuberante, tan barroca. Ese zurdazo que les costó las piernas. Que nos costó un dolor aciago. 

Qatar 2022 representa una retrospectiva hacia ese pibe que se abría paso al flamante Polimodal, y en cuyas bolsillos no faltaban auriculares para seguir de cerca, por ejemplo, un vibrante Italia 2 Chile 2, con el telón sonoro de fondo de La Copa de la Vida, en Francia 98.

Qatar 2022 es viajar 2 décadas atrás y no poder evitar refutar aquella cuestión tanguera de «20 años no es nada». De un equipo que volaba, y de una trompada que no esperábamos. De las lágrimas del Bati. Un tipo que merecía otro final. De otras lágrimas. De las de emoción al abrazar a Julián Alvarez.  

Qatar 2022 es ver ahogada otra ilusión, esta vez en los penales en Berlín ante los locales en 2006. Lehman, su papelito y qué pena por el equipazo de Pekerman. Pero la pelota gira y el tiempo avanza. Esos penales fueron la última derrota. Un Pack de desazón pero que incluía un guiño a largo plazo.

Qatar 2022 es un cruce surrealista. La esquina donde se juntaron Diego y Messi. El Waka Waka sudafricano. El del primer mundial de la década pasada. Pero también el de la iridiscente aunque falsa ilusión óptica de una historia sostenida por una barcaza de escarbadientes. Otro tren alemán que agarró al sueño del cogote y lo convirtió en pesadilla.

Qatar 2022 es retrotraer la excitación del Brasil decime qué se siente. Es el último de un Masche que lidera y designa héroes. Es el desenlace de un Sabella que supo edificar otro plantel en el que nadie era más importante que todos. Es el último de mi viejo. Te fuiste demasiado rápido y me dejaste pendiente tantos abrazos mundialistas. 

Qatar 2022 es la debacle de Sampaoli. Es laburar en una pizzería de Morón. Es vivirlo en Argentina de nuevo. Es resignarse otra vez a desperdiciar a Messi. ¡Qué desagradecidos!

Pero Qatar 2022 también es Qatar 2022. Es dejar asimilar esa piña del debut con los árabes. Es usar esa cáscara de la herida para fortificar el carácter. Es ponerle a cada partido la marquesina de final. Es jugar con el corazón. Es pelear jugando. Es atropellar sin mirar la jerarquía de los rivales. Es pintarle la cara a Francia, jugar con el barrio encima esos 80 minutos ante el campeón del mundo. 

Es traer ese guiño de las lágrimas del Cuchu Cambiasso en Alemania 2006 y actualizar las atajadas del Goyco en el 90 y las de Romero en 2014 con las del Dibu Martínez. Vaya demente de arquero. Es dejarse mecer por el arrumaco del recuerdo de esas sillas, el relato de Victor Hugo en gol del Cani a Brasil, el aguante a los subcampeones en Casa Rosada, viajando en la camioneta del tío, una tarde de una lluvia amenazante que no llegó…

La que llegó es la tercera. Ella. Y con su mejor compañía. Un Messi con M de Maradona. Copa del Mundo: el Fútbol argentino y su sentido de pertenencia te merecían.

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