Efecto placebo: el gran poder que tiene nuestro cerebro

Nadie duda de que el cerebro reacciona ante la mera posibilidad de recibir un tratamiento. Pero ¿cómo se produce este fenómeno?

En 2004, María Jesús, de 64 años, sintió las primeras molestias. A pesar de su sobrepeso, siempre había sido muy activa, hasta que la rodilla derecha empezó a darle problemas. Se levantaba por la mañana y notaba una extraña rigidez que daba paso a un dolor cuando apoyaba el pie en el suelo. Poco a poco, se vio imposibilitada para caminar. Según el médico, padecía artrosis y debía someterse a un procedimiento quirúrgico rápido y sencillo conocido como artroscopia. Esta intervención de lavado de la articulación produce un alivio duradero en un 80 % de los pacientes, e hizo también su trabajo con María Jesús, mi abuela. Pero en realidad no hay pruebas de que cure o detenga la artrosis. En 2002, un grupo de científicos estadounidenses, intrigado por esta circunstancia, decidió investigar la verdadera eficacia de la operación, con conclusiones sorprendentes.

Y es que cuando se compara con una intervención de pega, diseñada para convencer a los pacientes, la artroscopia no consigue mejores resultados. A pesar de ello, “es la más común de las cirugías ortopédicas, y la rodilla, la articulación donde se realiza con más frecuencia”, recordaban los expertos norteamericanos en la revista New England Journal of Medicine. Entonces, ¿por qué responde tan positivamente la mayoría de quienes pasan por el quirófano?

Esto se pregunta desde hace más de quince años Ted Kaptchuk, director del Programa de Estudios del Placebo, en la Escuela Médica de Harvard. Kaptchuk practicó la acupuntura durante años, aunque algunas recuperaciones milagrosas le convencieron de que tenía que haber algo más en juego. Es sabido que determinadas personas son capaces de mejorar ante la más mínima insinuación de un tratamiento. “Siempre pensé que la sugerencia, el ritual, las creencias y todas esas ideas que ponen nerviosos a los científicos eran componentes importantes”, explica.

Cuando Kaptchuk llegó a Harvard a finales de los años 90, la mayoría de sus colegas consideraban los placebos como meras píldoras de azúcar inocuas, el patrón contra el que se comparaba la efectividad de un tratamiento real. Sin embargo, él intuía su potencial curativo. “Si las personas se sentían mejor, me parecía que se podrían usar como un complemento terapéutico”, señala. El problema era que, a menos que averiguara empíricamente cómo funciona este proceso, le costaría sacar adelante su idea.

La importancia del factor humano

El experto norteamericano empezó a investigar en serio, y lo primero que descubrió fue que no todos los placebos actúan igual. Una inyección de solución salina o el pinchazo de una falsa aguja de acupuntura son más eficaces que una pastilla, así que el método de administración influye en el resultado. Además, era evidente que entre la práctica de los galenos convencionales y los alternativos solía haber diferencia en cuanto al trato y tiempo dedicado a los pacientes.

Con la colaboración de gastroenterólogos de la Escuela Médica de Harvard, Kaptchuk diseñó un experimento en 2008 para cuantificar la importancia de ese factor humano. Así que seleccionó a 262 personas que padecían el síndrome del intestino irritable, un trastorno gastrointestinal crónico vinculado al estrés. Era un blanco perfecto: además del dolor, dolencias como la depresión y la ansiedad responden bastante bien a los placebos, quizá por su relación más directa con la mente.

Los voluntarios fueron separados en tres grupos. El primero no recibió tratamiento, el segundo se sometió a sesiones de acupuntura con agujas que no llegaban a perforar la piel y el tercero recibió una pseudoterapia similar, aunque dispensada por médicos que mostraron expresamente interés por sus síntomas y molestias.

Resultado: mientras que los pacientes del segundo grupo no notaron nada, los del tercero sí experimentaron mejoras significativas. Estos resultados respaldaron lo que hoy se conoce como el efecto del cuidado, y explicarían por qué los pacientes con artrosis perciben beneficios tras someterse a una artroscopia. A pesar de todo, poco o nada se ha hecho para incluir estos hallazgos en la práctica clínica cotidiana, y eso que muchos médicos aceptan sin rechistar la importancia del efecto placebo cuando se trata de terapias alternativas.

Los antidepresivos, en cuestión

Otro ejemplo de ese rechazo son las discusiones que se generan en torno al trabajo de Irving Kirsch, director adjunto del Programa de Estudios del Placebo. Las investigaciones realizadas por Kirsch indican “sin sombra de duda”, según explica a MUY, que los antidepresivos no son más eficaces que una pastilla sin principios activos, datos que se conocen desde 1998.

A pesar de ello, sus conclusiones siguen siendo objeto de controversia, y no han tenido reflejo en el uso –y abuso– de estos medicamentos, “algo preocupante si tenemos en cuenta sus posibles efectos secundarios”, señala el experto. Y añade: “La medicina actual reacciona ante estas evidencias intentando potenciar la acción de los fármacos cuando debería buscar cómo aumentar la de los placebos”.

Algunos críticos afirman que se trata de un enfoque antiético, porque supone privar al enfermo de una terapia real. Pero esta opinión parece alejada de la realidad si tenemos en cuenta que la mayoría de los médicos reconoce la utilidad de los placebos: los datos apuntan a que su empleo está generalizado.

“Realmente, la mayoría de los productos que se venden en las farmacias, los llamados medicamentos de venta libre, tienen un efecto farmacológico nulo. La percepción de su utilidad se debe a que muchas veces se administran cuando la enfermedad empieza a remitir. Por ejemplo, un resfriado común no suele durar más de una semana, cuando rara vez tomamos el fármaco antes del tercer día. De esa forma, su curso natural soluciona el problema en un par de días más, pero creemos que el mérito lo tienen las pastillas”, afirma Fabrizio Benedetti, que trabaja en la Facultad de Medicina de la Universidad de Turín. Desde mediados de los años 90, Benedetti estudia los placebos como herramienta, según él, para comprender el funcionamiento del cerebro.

Su interés científico tiene precedentes. A finales de los años 70, Jon D. Levine, Newton C. Gordon y Howard L. Fields, de la Universidad de California en San Francisco, se fijaron en que sin intervención de anestésicos algunas personas vivían la extracción de un diente como una experiencia traumática, mientras que otras solo manifestaban un cierto malestar. El descubrimiento de las endorfinas en 1974 había demostrado que, sujeto a ciertos estímulos, el cuerpo es capaz de fabricar analgésicos potentes. ¿Podrían esos neurotransmisores estar implicados en el efecto placebo?

Para poner a prueba su hipótesis, los investigadores establecieron en primer lugar quiénes sentían menos dolor después de recibir una inyección de solución salina. Si las endorfinas eran las responsables, un bloqueo de los receptores usados por ellas en el sistema nervioso central las de­sactivaría. Y así fue. Gracias a que esas sustancias son opiáceos naturales, podían utilizar naloxona, un fármaco empleado para contrarrestar las intoxicaciones de morfina o heroína. Con una simple dosis, incluso los pacientes más sensibles al placebo dejaron de sentir sus beneficios.

Publicado en la revista The Lancet, fue solo el primer estudio en demostrar esos efectos fisiológicos reales. Tecnologías como la resonancia magnética funcional (RMf) y la tomografía por emisión de positrones (TEP) han permitido detallar qué ocurre en el cerebro en tiempo real cuando se pone en marcha la respuesta. “Implica una gran cantidad de moléculas; muchas veces, las mismas que se activan con los fármacos reales”, afirma Benedetti. Una investigación con enfermos de párkinson, por ejemplo, demostró que una inyección de solución salina promueve la síntesis de dopamina, el neurotransmisor afectado por esta dolencia. O sea, lo mismo que intentan los medicamentos.

El riesgo de recetarlos

Tales revelaciones ponen de manifiesto la necesidad imperiosa de estudiar este fenómeno, ya que puede interferir con fármacos que dependen de la activación de los mismos circuitos cerebrales. Además, la mayoría de los especialistas está de acuerdo en que el uso generalizado de placebos por parte de los médicos de cabecera, sin que se conozcan todos los detalles de su funcionamiento, comporta ciertos riesgos. Por ejemplo, la mayoría de facultativos reconoce haber recetado antibióticos a sabiendas de que el paciente sufría algún tipo de infección vírica, contra las que no tienen ningún efecto. Y son de sobra conocidos los peligros de tomar estos medicamentos sin necesidad.

Los riesgos son tan reales que, en algunos casos, comportan daños irreversibles e incluso la muerte. En 2011, Kaptchuk dirigió un estudio sobre el asma. Como venía siendo la norma, el grupo tratado con placebo notó mejoría, así que los investigadores pensaron que el inhalador falso era capaz de restaurar la función pulmonar. La sorpresa surgió cuando comprobaron que no era así: solo el fármaco real combatía los síntomas.

La discrepancia entre los resultados objetivos y las nociones subjetivas de los pacientes puede resultar, pues, fatal. Tal como explicó la ex doctora militar Harriet A. Hall, conocida crítica de las medicinas alternativas, en una entrevista para la revista norteamericana The Atlantic, “si algo ineficaz hace sentirse mejor a los afectados, esto podría retrasar peligrosamente la administración del tratamiento”. Para esta experta, la mayoría de los estudios sobre las consecuencias beneficiosas del placebo en realidad demuestra que tal cosa no existe; el resultado observado es exactamente el mismo que si no se trata al paciente.

Se refiere, sobre todo, a varios artículos publicados por científicos daneses a lo largo de la última década. Asbjørn Hróbjartsson, investigador del Centro Cochrane Nordic, en Copenhague (Dinamarca), y uno de los autores de los mencionados estudios, matiza las conclusiones de Hall: “Aunque suelen tener un efecto modesto, las reacciones son muy variadas. Además, nosotros no consideramos la relación médico-paciente ni otros enfoques”.

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