La fiebre: el indicador de que nuestro nuestro organismo funciona

El aumento excesivo de la temperatura corporal nos hace polvo, pero suele ser buena señal: indica que nuestro organismo se está defendiendo de una agresión.

Al griego Hipócrates, que vivió a caballo entre los siglos V y IV a. C., se le considera el padre de la medicina y se le atribuyen numerosas frases, entre ellas la siguiente: “La fiebre de la enfermedad la provoca el cuerpo propio. La del amor, el cuerpo del otro”. 

Este es solo uno de los muchos ejemplos en los que el estado febril se vincula al amor, una relación muy del gusto de los poetas románticos como Gustavo Adolfo Bécquer. Una de sus rimas dice: “Al ver mis horas de fiebre / e insomnio lentas pasar, / a la orilla de mi lecho / ¿quién se sentará?”. Literatura al margen, hoy sabemos que la fiebre es un mecanismo defensivo del organismo. Para románticos, un acto de amor propio frente a elementos externos. Como explica Federico Martinón-Torres, pediatra e investigador clínico del Hospital Clínico Universitario de Santiago de Compostela (La Coruña), se trata de “una señal inespecífica que solo indica que nuestro sistema inmunológico-inflamatorio se ha activado”.

El organismo mantiene su temperatura constante mediante un centro termorregulador localizado en el hipotálamo, una región del encéfalo situada en la base cerebral. En general oscilamos entre los 36,1 ºC y los 37,2 ºC en condiciones normales, aunque la cifra varía según cada cual. Si por diferentes causas este termorregulador fija una temperatura mayor se produce la fiebre, que se da cuando se superan los 38 ºC (unas décimas por debajo se considera febrícula). Aquí entran en juego unas sustancias llamadas pirógenos, que incrementan el calor corporal al actuar sobre el mencionado centro termorregulador y que pueden ser de origen externo (por ejemplo, toxinas de bacterias) o interno (liberadas por los leucocitos o glóbulos blancos, las principales células del sistema inmune).

Aunque los síntomas pueden variar entre individuos, todos hemos experimentado las molestias derivadas de un proceso febril: dolor de cabeza, escalofríos, somnolencia, dolores musculares… “La elevación de la temperatura corporal es un proceso energéticamente muy costoso para el organismo, que no puede mantenerlo durante largos periodos”, dice África González-Fernández, catedrática de Inmunología de la Universidad de Vigo y presidenta de la Sociedad Española de Inmunología.

Esta especialista indica que, desde el punto de vista evolutivo, nuestra capacidad de regular la temperatura corporal nos ha permitido una mayor adaptabilidad a los cambios del entorno y, por tanto, más libertad de movimiento. Por eso, hemos sido capaces de vivir en regiones muy diferentes del planeta, algo que no todos los animales pueden hacer. Como señala Juan M. Herrero Martínez, médico adjunto del Hospital Universitario La Paz de Madrid y miembro del grupo de trabajo en Enfermedades Infecciosas de la Sociedad Española de Medicina Interna, “la fiebre es una respuesta adaptativa del sistema de defensa de nuestro organismo, que se ha conservado a lo largo de la evolución en especies filogenéticamente muy distantes”.

Tal y como recoge la última edición del libro Enfermedades infecciosas. Principios y práctica —considerado la biblia en este campo—, se ha observado en mamíferos, reptiles, anfibios, peces y varias especies de invertebrados un aumento de su temperatura interna después de un contacto con ciertos microorganismos. Estas observaciones indican que la respuesta febril surgió hace más de 400 millones de años. Diferentes investigaciones con animales apuntan a la función de la fiebre como escudo protector frente a las infecciones. Según el doctor Herrero Martínez, estudios realizados en mamíferos han demostrado que cuando estos presentaban temperaturas altas tenían una mayor resistencia a las infecciones causadas por distintos virus, bacterias y hongos. En los humanos cambia la cosa, matiza el facultativo: “Las pruebas son escasas y a veces hay resultados contradictorios. No se puede establecer una relación de causalidad entre la presencia y ausencia de la fiebre y un mejor o peor pronóstico”.

En este punto cabe recordar que no todas las temperaturas altas se consideran fiebre. No hay que confundirla con la hipertermia, provocada por una brusca alteración de la regulación corporal, como ocurre, por ejemplo, cuando se sufre un golpe de calor.

La fiebre puede ser un indicio de que hay un tumor o una metástasis. Ramón de las Peñas, coordinador de la sección de Cuidados Continuos de la Sociedad Española de Oncología Médica (SEOM), en Madrid, dice que es un fenómeno frecuente en los historiales clínicos de pacientes de cáncer, aunque solo en determinados casos aparece como síntoma. “Por lo general es así en algunas leucemias y linfomas agresivos”, apunta. Y es una mala señal. En los tumores sólidos, la presencia de temperatura alta tampoco es buena cosa, puesto que se relaciona con la metástasis. “Suele aparecer en estados avanzados y en presencia de extensión tumoral a ciertos órganos, como el hígado”, detalla el doctor De las Peñas. En este caso hablaríamos de fiebre tumoral.

Por otro lado, podría haber una relación inversa entre el cáncer y la fiebre: esta tal vez ayude a disminuir el riesgo de sufrir la multiplicación o el crecimiento anormal de células de un tejido. Es lo que plantea un trabajo publicado en la revista The Quarterly Review of Biology y que está centrada en un subtipo de células T —linfocitos del sistema inmune formados en la médula ósea— llamado gamma-delta. Basándose en datos experimentales, los autores del trabajo sostienen que la exposición repetida a la fiebre mejoraría la capacidad de estas células para detectar anomalías y fomentar entornos que destruyan las células malignas. Pero hacen falta más investigaciones para respaldar esta hipótesis. Sylwia Wrotek, autora principal del trabajo y directora del Departamento de Inmunología de la Universidad Nicolás Copérnico de Torun (Polonia), admite que “los pacientes con cáncer avanzado pueden tener fiebre y parece que este aumento de la temperatura no es beneficioso para ellos”. Para el doctor De las Peñas, este posible efecto protector de la fiebre frente al riesgo de sufrir cáncer “no tiene base científica conocida ni probada”.

Desde hace décadas existe un debate acerca de si hay que tratar o no la fiebre, aunque la mayoría de los médicos coinciden en administrar fármacos al paciente si esta es alta, para reducir el malestar que causa. Hay excepciones, como dejarla elevada unas horas para confirmar si, por ejemplo, concuerda con el diagnóstico de una fiebre tumoral que hemos mencionado. También depende de cada persona. “La fiebre aumenta los requerimientos metabólicos y la demanda de oxígeno: por cada grado que aumenta la temperatura más allá de 37 ºC se incrementa un 13% el consumo de oxígeno”, dice el doctor Herrero Martínez. Esto significa que sujetos con dolencias cardiacas, pulmonares o del sistema nervioso central pueden sufrir problemas, algo que también les ocurre a los ancianos, a quienes la fiebre altera y desorienta con más frecuencia.

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