Canillita Digital

La necesidad de despegarse de la angustia como aliado.

El primer tiempo ante México se aproximaba a la orilla del epílogo cuando la sonora baja en forma de sentencia en las tribunas. El “Movete Argentina, movete” con el que tantas veces una hinchada del fútbol argentino pretende sacudir a su equipo y tirarle las orejas por su falta de actitud, aparecía como el diagnóstico más preciso de lo que sucedía en el campo. 

Un elenco nacional entumecido por los nervios, no conseguía más que avanzar con progresos laterales inofensivos. La pelota parecía quemar. Messi retrocedía para iniciar desde demasiado atrás. La búsqueda se obstinaba por la derecha con un Montiel que alternaba buenas con otras ante el cerrojo donde caía Di María. Una pena, porque Mac Allister se mostraba muy asociativo las escasas veces que el juego se volcaba por la izquierda.

Con poco, México cortaba circuitos en la zona media y establecía duelos individuales sobre las salidas de De Paul (meta que consiguió en reiteradas oportunidades), ante un Messi que no le quedaba otra que bajar donde no podía ser Messi y muy aislado quedaban Lautaro Martínez y el citado Di María.

La primera parte del plan que imaginó en su cabeza Gerardo Martino se había implementado casi a la perfección. En la etapa complementaria, cedió mayor protagonismo en el terreno pero pensaba en la presión del reloj como el otro rival al que Argentina iba a tener que doblegar. Y de paso preparar, como en el boxeo, el momento adecuado para una mano de nocaut.

Sin embargo ese partido imaginario precisaba de una concentración espartana, sin lagunas. Condición de la que prescindió cuando Messi recibió de Di María y con apenas un resquicio, disparó para convertir y derribar, al menos por ahora, los fantasmas.

La selección, cuyo primer tiempo ante México fue un derivado de su malogrado debut ante los árabes, sacó a flote una victoria a la que solo el tiempo dirá si quedará emplazada en una isla de desahogo con el efecto breve de un sedante. O si, definitivamente, servirá para desanudar los miedos y por lo menos, volver a tener una imagen un poco más nítida desde el funcionamiento. 

La foto de Scaloni entre lágrimas junto con los sollozos de Aimar es el espejo de una olla a  presión que no se puede disimular. Como la alarmante falta de identidad que el equipo viene demostrando. 

En Buenos Aires, el triunfo sonó a desahogo. En los bocinazos, en las cornetas de niños y adolescentes. Una celebración producto de una victoria que ni siquiera asegura la clasificación. Hace 15 años hubiera oscilado la desmesura. Pero son los tiempos agrios que corren.

Una sociedad anclada en el desánimo, inflamable en los humores, al borde del stress, con una inflación que viaja sin escalas, orientada a perforar el 100% anual. Y con un índice de pobreza que hace rato sobrepasó el 40 por ciento de los habitantes. Y que encima ahora lidia con la posibilidad de un aumento del dólar, oh casualidad, mientras hay Mundial. Pan y circo. Nada nuevo bajo el sol.